Leonard Cohen aseguraba que la verdadera edad de los poetas es siempre la misma: 18 años. El escritor y músico canadiense enmendaría –en vida– esta afirmación en forma de verso al prolongar su condición sagrada de vate (minimalista) hasta el último de sus días en la Tierra. ¿Quién que no haya vivido en el mundo de ayer no sintió en algún instante perdido, entre la adolescencia y la primera juventud, la pulsión secreta de escribir un poema? Por fortuna, la mayoría de ellos –existen excepciones, claro está– nunca se publicaron, quedándose olvidados en un cajón y salvando a sus autores del compromiso que supone, muchos años después, tener que enfrentarse a los anhelos de ese desconocido que lleva su mismo nombre.
Escribir versos cuando se es joven –porque la vida después va en serio– no es lo mismo que hacerlo en los albores de la primera senectud: lo primero es –o al menos era– natural; lo segundo puede calificarse de excepcional. Sin embargo, no siempre se repara en que la mejor edad para hacer poemas es la madurez, cuando uno ya ha experimentado en su carne lo que de joven imaginaba y la vida no ha terminado por estropearlo. Justo por eso los poemarios que acaban de dar a la imprenta Andreu Jaume y Eduardo Jordá, ambos escritores mallorquines, nos deslumbran. Tienen ese sabio equilibrio que reside entre la memoria y el porvenir, el recuerdo del pretérito (al que todos le debemos la vida) y el vacío del futuro inmediato.
Andreu Jaume (1977), al que conocen ustedes de sobra, pues además de columnista de este periódico es uno de los mejores editores de España, un traductor meticuloso y un intelectual ejemplar, muy por encima de su propia generación, acaba de publicar en el sello Sloper su tercer poemario: Poemas de agua. Al igual que en Camp de Mar (2015) y Tormenta todavía (2022), sus anteriores entregas de versos, Jaume practica aquí una poesía que brota de sus raíces –Mallorca como fondo de escenario, pero también Barcelona, Berlín, Parma–, de clara filiación narrativa, donde se vislumbran las influencias (tutelares) de T.S. Eliot, Jaime Gil de Biedma –a quien Jaume conoce como nadie– y emparentada, por la filiación náutica, con los poemas secretos de Carlos Barral, del que hizo una magnífica edición integral para Lumen.
Estos Poemas de agua cantan –narrando unas veces, usando el monólogo dramático otras– episodios de una existencia en la encrucijada del tiempo. Si en Tormenta todavía había una reflexión (capital) sobre la vejez (el páramo) y la premonición de la muerte, en la mismísima entonación shakespereana de King Lear, rodeada confesiones cargadas de honda sinceridad –que en poesía, como dijera Darío, siempre es potencia– en estos versos acuáticos oímos una meditación sobre la vida, olemos el perfume de la nostalgia ante la pérdida de la trascendencia espiritual que impone la vida ordinaria –la muerte de lo sagrado como evidencia de la hora presente– pero también participamos de la celebración (gozosa) de esa felicidad que consiste en madurar siendo conscientes del privilegio que supone seguir vivo en el curso de los años.
Jaume utiliza distintas voces y máscaras verbales, propias y ajenas, que se suceden a lo largo de las tres partes del poemario, donde ha querido rendir homenaje a algunos de sus maestros, como los editores Claudio López Lamadrid y Esther Tusquets, el profesor Jordi Llovet o el novelista Javier Fernández de Castro, y a lugares como la Dragonera, Blanes o Deià. Espacios y personas que han ayudado al poeta a recorrer el sendero de la vida, a hacerse preguntas, a encontrar acaso algunas respuestas y a conversar (como dialogamos todos) con los muertos.
El tiempo y la vida
El poemario contiene pasajes de alta intensidad, como el poema Puertos –«Haber nacido en un puerto es una forma de acabar con la idea / de destino, pues de alguna manera uno nace habiendo / zarpado, con el oído atento a lo que se aleja», la Epístola moral a una amiga preocupada por la educación de sus hijos –«Padres e hijos sólo se ven y se entienden al final del periplo / cuando atardece y el amor acepta su lenguaje»– o Libro de familia, donde el poeta viaja a su semilla y adivina, en su rostro, latente, el perfil de quienes le precedieron. «A medida que pasa el tiempo, uno se encuentra / con los antepasados, pero de otro modo, / no ya como estirpe, tampoco como mito. Son / de pronto contemporáneos, nos vemos en ellos / de cerca, muy de cerca, las arrugas en los ojos, / los labios secos, el rictus imprevisto (…) Se oyen sus pasos rápidos en las escaleras / ya vienen, pero hace frío, y la aurora enciende / la casa oscura, llaman; y yo no puedo ayudarles».
Eduardo Jordá (1956), gran escritor de viajes, novelista afincado en Sevilla, y autor de siete poemarios, también hace en Doce lunas (Vandalia) un ejercicio de memoria a partir de lo escrito y de lo vivido. Su poemario es una antología (personal) de los poemas que, a su juicio, mejor han resistido la catástrofe del tiempo, acompañados cada uno de ellos por un texto en prosa (una suerte gemelo) donde se evocan, enuncian o explican las circunstancias, experiencias y situaciones que provocaron su escritura. La combinación crea un libro delicioso, empezando por el prólogo, donde Jordá fija su poética en ese instante, deslumbrante y terrible, en el que la poesía, camuflada como un don, nos usa para sus fines.
Jordá, que empezó a publicar versos con 44 años, asegura que desde 2010 el metrónomo interior que hace nacer un poema, dejó de funcionarle. Sus Doce lunas, que remiten a los doce meses del año y también a las fases de la vida, tienen algo de serena epifanía crepuscular. Sugieren el fuego de hogares perdidos, la sabiduría que consiste en haber descubierto que «las cosas son eternas / mientras no haya un ayer que las ensucie», la búsqueda (obstinada) de la belleza, un verano húmedo y lluvioso en un confín de Irlanda, una cita con el escritor James Salter, recuerdos (infantiles) de un vago otoño en Valldemossa o un glorioso homenaje a sus abuelos: «Y me siento un traidor al evocarlos / en una lengua que ellos no entendían / Dejaron pocas fotos, escasas posesiones, / ningún escudo heráldico. Fueron campesinos, / cocheros, empleados, cocineros: gente sin importancia que no ensució la historia».
La infancia y el mar
La poesía de Jordá, en verso libre, descriptiva, es una vindicación de la vida consciente y de la fortaleza que ayuda a tolerar de frente el fracaso –«no hay éxito como el fracaso y el fracaso no es un éxito en absoluto», escribió Bob Dylan–. Sus poemas comparten la profundidad (telúrica) que causan los paisajes y las vivencias simples pero esenciales. En sus escenarios se dibuja una hermosa geografía vivencial: Mallorca, Sevilla, la Mancha o Terranova, entre otros sitios. Igual que un cuaderno con los rastros de su autobiografía: «¿Cómo iba a imaginar que la moneda / de una ignota ciudad mediterránea / iba a explicarme un día quién soy yo?».
En esta antología se custodia toda una colección de verdades con sus correspondientes desengaños. Poemas de factura, tono y atmósfera extraordinaria, como Al cumplir los cincuenta, dedicado a su amigo Pere Joan: «Y aunque es cierto que no somos mejores / que algunos, más mezquinos o más hábiles, / o más desesperados, cuando menos / sabemos que aún no hemos destruido / lo mejor que una vez hubo en nosotros (…) Y no temas el paso de los años / dudosos que aún te quedan por vivir. / Con un poco de suerte, volverás / al mar, tu única patria, la que siempre / te acepta tal cual eres, y ese mar / no habrá sido violado, y será al fin / una criatura intacta y peligrosa, / como era nuestra infancia, y habrá un faro / que alumbre las corrientes, y una cala / de piedras ovaladas, y la noche / será dulce y muy leve, y no habrá nada / que importune el deseo, ni la dicha / de haber llegado allí, lejos de todo / lo inmundo que ha invadido nuestra isla».